domingo, 21 de septiembre de 2008

Un día en Madrid

“¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!”

Siento especial predilección por la Oda a la vida retirada de Fray Luis de León. Aunque joven decidí llevar una vida muy cercana a sus versos. Pero de la misma manera que en Fray Luis, él no pudo materializar sus anhelos de vida retirada ya que vivió con intensidad la pugna sostenida en el ambiente universitario salmantino, la contrariedad habita en mi alma. En mí caso aunque nací en una gran ciudad, me retiré a vivir en un bosque, pero mis venas requieren con frecuencia el aliento de la ciudad como nutriente: gente diferente y desconocida, exposiciones, escaparates, libros, ruido urbano, grupos de música tocando en la calle, buscavidas, mendigos, esculturas vivientes…La necesidad se estaba concentrando en mis entrañas exhortando una visita a mi ciudad, Madrid.
Aparcamos el coche en el Paseo de La Florida para desde Príncipe Pío subir por la Cuesta de San Vicente. Erik Mercurio empujaba mi silla de ruedas mientras yo contemplaba las nuevas perspectivas que me brindaba mi posición actual. La energía que nos invadía hacia aflorar una resplandeciente sonrisa en nuestros rostros. En Plaza de España las esculturas de Don Quijote y Sancho nos saludaron con el calor de unos amigos que desde hace algún tiempo no tienes noticias. Continuamos por la Gran Vía extasiados por el bullicio de la ciudad. Entramos en el Fnac mientras un grupo de música clásica callejero nos envolvía con su dulce melodía. Compramos unas latas de cerveza en un chino que nos bebíamos alegremente por la calle mientras observábamos la transformación de una zona que antes era nuestro barrio: calles reformadas repletas de restaurantes baratos con terrazas llenas de turistas, oficinistas, jóvenes…Nos decidimos por uno que ofrecía paella, vino y era barato. Continuamos por nuestra ruta perfectamente conocida en busca del tiempo perdido entre calles tan queridas. Sol, Carrera de San Jerónimo hasta la Plaza de las Cortes, el Museo del Prado con sus centenarios cedros, entrar en el Retiro…
El oxígeno penetra en los pulmones retando a toda la polución consumida hacía unos instantes. Las tonalidades otoñales empiezan a colorear la espesura arbórea. El Ángel Caído nos surrura al pasar unos versos… Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas, y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado. Así Madrid se nos presenta como un Paraíso perdido que en breves ocasiones intentamos recuperar tratando de olvidar que huimos de allí tras pasar Una temporada en el Infierno.